viernes, 25 de abril de 2008

Esto queda para la posteridad...."¡Quiero evolucionar!"diría Tinianov

El refugio árabe.

Del terror. De la ausencia de voces interiores dictándonos cosas que nunca podemos hacer en el preciso momento en que nos son dictadas. De los cartones de jugo, de los alambres plásticos con que cerramos el pan. De lo inmutable de una actitud heredada: por una eternidad, en la familia Ayala, las mujeres generan otras mujeres fácilmente alterables, con pocos amigos. Del temor a no poder decir nada en las palabras. De las frases mal armadas. Del lenguaje técnico. De tu puerta sin lijar (tu nariz apestada de puntos negros). Del palabrerio no pronunciado y del sudor sudado en una sala de juego.
Del pentágono que usan de plato los alienígenas.

Las sabanas están tímidamente desordenadas. La cama entera es una especie de estampilla para nuestra hedionda historia.
El tiempo chapuceando en la ventana durante todo este extraño y surrealista tramo de otro tiempo. A pesar de todo no pude conseguir que dejes de alterar el orden de los refranes, no pude atenuar esa sensación de “Hombre plajeado” disfrazada de odio, que te venia al verme leer Nietzche.
Oh!, cochina es la envidia.
¿Qué se supone que debo contar?.
Yo les hablaría de mi inexplicable costumbre de cobijarme en un refugio de hormigón. Es porque pronto los Estados Unidos de América invadirán el mundo, y porque Argentina es un país muy rico, (¡oh si, muy rico, nadie lo imagina, solo ellos!)
Aunque los invasores… es mentira, es una broma.
Lo del refugio es, en sentido figurado, ese momento en la noche en donde todo revalsa. Todos los envases vacíos de obligaciones se llenan de golpe, apenas se me ocurre cerrarme y dormir (y no es esto una declaración donde me rehúso a ingerir valium). De golpe, algo se eleva por completo en el techo de mi cuarto, como una especie de torre (esas que construyen para la telefonía celular) cuyo reflejo es débil (acá me están diciendo que también se les dice antena). Los ruidos me hacen olvidar de la torre, y descubro que es una antena. Claro, es la antena de la tele que esta en el soporte de la pared, obviamente, agrandada por la sombra. Los ruidos. Estaba con los ruidos. La providencia de los ruidos es resuelta lógicamente, aunque a mi me huelen a Mansión Usher. Escucho al pan lactal abrirse solo. El chip chip chip de los pies de mi perro, muerto por la vejez, que me rehusé a sacrificar. Los naipes derrumbarse cientos de veces en la mesa sin lijar de mi abuelo Isaac. Lo peor son las cucarachas que pasean por el teclado de los controles remoto, o las sabanas rígidas que hacen ruido a bisagra sin aceite.
Los ruidos son más. Del terror. Del amigo que dijo que se iba a suicidar, y que no frené por incrédula. Del pan lactal que nunca cierro, que se humedece y que por culpa de las bacterias fácilmente reproducibles, me obliga a ir nuevamente al almacén (ahora reformado) de los vecinos de enfrente que vienen de familia italiana y que nos evitan porque saben, (ya que nos espían) que mi mamá y yo solo compramos la mercadería que utilizamos semanalmente en un mercado enorme, prolijo y limpio.¡Del horror les hablo!.
Claro que si. Empiezo por aquí: Jamás, nunca, el nunca abre la boca, no cuenta nada.
No dice de sus parejas lo que yo de las mías. O de sus ex parejas. Toma vodka como yo ahora la lapicera. Abre los ojos, hace fuerza para abrirlos, pero resultan diminutos aún así. Y todo eso es porque ya no quiere verme.
ME conoce comprando ladrillos caros, de arquitectura posmoderna. Me habla de una catedral que fue construida por alguien que descubre que la perfección de su obra se vinculaba solo a niveles de belleza y para nada con estabilidad modular. Me cuenta que el tipo se suicida. Buscabas una lija azul, 0.3, y no la encontraste.
Ahora la puerta sin lijar, se suma a la pieza nocturna (¡Maldita sea! ¡Quedó con todo el barniz levantado!).
Aunque tenga ganas de dormir, nada más sudo y sudo sin parar.
Es el recuerdo de esos $3 pesos perdidos. Perdidos en una maquina de vacas voladoras que eran asesinadas por alienígenas, aunque suene macabro (había pentágonos ahí, creo que eran sus naves vistas de lejos o comían encima de ellos -¿Por qué no? ¿Acaso no tenemos platos cuadrados en Palermo Soho?-).
O quizá, del cuento, donde la cigüeña saborea al sapito de pañuelo rojo (que era rojo en mi edición para niños, una edición de $ 9.90) que jamás volveré a encontrar porque lo arranqué, porque el pánico… porque, solo lo arranqué. No es “problema” que muera el sapo. Entender que muere alguien. Que moriremos todos, que las cuestiones del existencialismo y de lo metafísico son tan pueriles. Entender lo enorme que se esconde detrás de tanta fe en algo insulso.
¿Alguien tiene idea de lo que hay detrás de las cosas? ¿Por qué existen las sombras, para colmo, desiguales?. ¿Por qué las sombras se diferencian de los reflejos, se evaporan con la luz? ¿Por qué permiten que los orientales las manejen?.
Yo tengo la certeza que detrás de cada cosa hay un gas que se acumula por las noches. Un gas que viaja más rápido que la luz, por eso se va antes que ella llegue. Eso, a lo que llamamos oscuridad, que a veces nos daba miedo de chicos, es una conspiración de todos los artefactos. Es producto de artefactos sin volumen, que igual siguen varados hace siglos en nuestros espacios.
No existen los espectros de las personas, porque todos somos espectros de la humanidad. Espectros cada vez mas holgazanes.
No existe el fin del mundo porque somos precisamente, todos nosotros la fuerza que lo provocó sin darnos cuenta. Vivimos en esa fuerza, buscando cual será la próxima.
Es triste. Lo descubrí todo, desde mi habitación, desde un pseudo-insomnio.
Ahora solo queda la rebelión de las cosas, que ya esta despierta hace siglos. El cartón donde viene envasado el jugo, y las botellas que estaban en mi cerebro, están en los supermercados donde compro con mi mamá. En los almacenes residen los líderes. Es la guerra de los fantasmas de las cosas, contra nosotros, fantasmas del paraíso pervertido por un hombre ridículo.
Cuando en las noches, dormías conmigo y yo no imaginaba nada que no fuesen tus pecas que estaban y yo las veía, (aunque había oscuridad avisando la guerra), todo era difícil. Yo me acorralaba entre tus piernas, jugando a un erotismo de hobbit, y solo imaginaba que estábamos en una casa de paredes semiesféricas. Luego, ya no estaba durmiendo con vos, y la sensación era como estar dentro de una caja de zapatos (con zapatos dentro), haciendo negociaciones pacificas con ellos. Si no me amigaba con nadie en este mundo bataraz , si, en cambio, me amigaba con las cosas, con los espacios internos de los objetos que las cargaban (las cajas, son parte de la servidumbre).
Dejé de tener amigos (aunque nunca los tuve). Me hice íntima de los panes Bimbo. Y ellos fueron quienes confesaron la verdad acerca de los códigos ocultos en las salas de juego y del liderazgo que residen los productos que se ocultan en los almacenes de barrio, o agencias de lotería ilegales.
Este relato ha dado un giro.
Solo quiero decir que te extraño, Beremiz Anwar, te extraño. Volviste al mercado, a tus tiendas.
Y entre otras cosas, no puedo dormir.
El perro no ha muerto.

De las cucarachas no digo mucho. Mi teoría es que son las que están dibujadas en los packs de cuca-trap, que salen de ahí, como refuerzo.

Nota:
No escribí este relato esperando escribir algo que “pise fuerte”. Escribi esto esprando divertirme al expresar el horror que me causan los objetos luego de un tiempo de estar quietos en el mismo lugar. El pasar sola muchas noches, ayuda a notar la presencia magna de cada cosa.

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