Supongamos por un instante que en Temperley deja de existir “El viejo correo”. En su defecto, tendríamos como opción, “El espejo” o “Finisterre”.
Pero, ¿Cómo olvidar esa foto seudo-trucada de C. Chaplin o la del viejo póster de Pulp fiction (dónde el desgaste del color de la impresión hace que Uma vaya envejeciendo tal como la viejita albina secuestrada por el malvado Squeletor, y que es salvada por He-man en la película)?. Ninguna de las dos opciones alternativas lograría las miradas ebrias que crecen por todos lados en el bar de Luís.
El viejo correo es el refugio donde lo popular se vive y es sanamente compartido. Difícilmente los machitos argentinos/floggers/rollingas entablen pleitos, o las chicas Jiponas/marxistas/rollingas discutan por los machitos argentinos/floggers/rollingas.
Los patovas son amigables, fácilmente corruptibles. La entrada (que pagás si sos varón) se transforma en cerveza. Y la noche, es como los noctámbulos que la habitan: se emborracha lentamente de Heineken y Quilmes (y después: los/las losers comen y los/las winners, se atragantan)
Masivamente, a la ahora del reaggeton, las estructuras caen. Las luces bajas rojizas generan ese tipo de sensación de que todo esta sucio y desordenado y al mismo tiempo de “¡pero si está todo bien!”.
Cabe destacar que antes de llegar a este punto de desinhibición, hay un agradable paseo por la historia del rock “Chavon”, del rock “Mega 98.3”/Adhad, más una poca de rock lisérgico y Los Ramones.
Evoquemos esta imagen: el alma rendida al goce porque entraste y escuchaste un verso y era: “ahí dónde dobla el viento y se cruzan los atajos”. Es que una vez ahí, sabes que va a sonar desde Pappo hasta Cielo razo, desde Redondos hasta La bersuit. Y que jamás meten la pata con un Soda stereo.
Quizás en apariencia, algunos crean que se pudre todo cuando empieza a sonar el aclamado y odiado “reaggeton”. Para mi -y unos cuantos más-, no es así. Porque la pista se llena, y cuando escuchas reaggeton en otro lado, en cualquier momento del día, ves a la gente se bailó todo (sobre todo las chicas) en el “Viejo”. Recordás y sonreís.
Así, por orden asociativo, el detestable neogénero adquiere una finalidad en tu vida. Le agarras cariño, tarareas las letras y las completás: “tu gatita, tu gatita…nanana…dinamita…nanan” . Al mismo tiempo, tu cabeza reproduce en imágenes el shorcito blanco de la morocha que te comiste o el piercing que se mordía sin parar el rubio que se la comió. (A la morocha).
Es la misma sensación que te agarra con la música que escuchaste en Bariloche (aunque no fui lo se).
Mas tarde, -no hay una explicación estable de por qué-, pero llega el momento en la noche en que ya no se pude hacer más nada y es menester partir.
El Viejo correo consiguió retenerte casi toda la noche. ¿Razones?. Variadas:
- Patovas y meseras macanudas;
- minitas ultra borrachas con top+arito en la panza que levantan el vaso de birra festejando todo lo que les pidas;
- buena música y
- mesas color ébano.
Pero igual, vienen las ganas de irte. No se sabe si es porque hace calor o no querés bailar, o en el peor de los casos, quebraste y/o precisas bajonear un paty en las vías, ahí por Petecos.
Y ya no es inescrutable el fin. Sabes que no fue una salida snob o top: no es un barco no es un avión, es un bar donde podes ser vos mismo y al mismo tiempo cuidarte de que no te toquen el culo.
El soundtrack no es Jazzuela si no “¿querías rock nena?”. Pero aún así, fuiste feliz.
Es domingo, y entiendo cada vez más por que me gusta tanto ir al Viejo: cuando salgo y camino hacia Lomas para volverme -medio viva o medio muerta- todavía conservo una sonrisa.
martes, 9 de junio de 2009
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